viernes, 18 de junio de 2010

Como siempre, no sólo son los contenedores con alimentos dañados: es la actitud que lleva a esa indolencia y a esa impunidad.

Como todos ustedes, he estado escuchando y viendo, por un lado a los que con claras o dudosas intenciones denuncian, y por el otro a quienes en el gobierno declaran, justifican, y explican mientras desinforman, entre acusaciones que van y vienen, el asunto de los contenedores con alimentos descompuestos que han aparecido, sin que una vez más, se observe que la conducta correcta predomine: La de aceptar la falta, buscar el castigo ejemplarizante, pedir la compensación de rigor a los culpables, y ofrecer disculpas, primero a Dios, por dejar peder toneladas tras toneladas de alimentos, y a los venezolanos, por no haber dado de comer con ello a niños que de seguro, murieron de inanición en estas tierras, como ocurre en todo el planeta.

No hay excusa posible o admisible.

No puedo decir mucho más; cualquier cosa está ya dicha en este sentido: No hay constitución, ni ley, ni decálogo de comportamiento ético que se haya aplicado. La formalidad de la decencia posible, da paso a la informalidad de la no siempre clara actitud confianzuda de quien preside el gobierno constitucionalmente.

Es lo elemental, -que es lo obvio también-, lo que se sigue ignorando a propósito y sin pausa, lubricando con ello aún más la pronunciada bajada hacia la pared que en el fondo de la miseria y de las oportunidades perdidas, nos aguarda con frialdad.

“Lo que se haga en forma, se pierde por las fallas del fondo”.

Me pareció muy mal que el ciudadano presidente no tomara esto como un hito donde marcar la diferencia por fin entre la impunidad y la justicia. Parece ser algo que simplemente va más allá de su capacidad de comprensión, aceptación y revisión, y eso lo hace ya irreversible. Es natural en todos nosotros como humanos; es algo inherente a nuestra existencia el tener limitaciones que impiden ver lo que otros si aprecian. No se trata de negligencias. Por eso es que se puede justificar los tropiezos en lo personal, pero nunca en lo colectivo.

Habida cuenta que los productos estaban vencidos o por vencerse, cada hombre o mujer que con su firma autorizara los recursos, las compras, los trámites, el transporte, la entrada a puerto, el almacenamiento, y su estancamiento en depósitos a lo largo y ancho del país, deben asumir sus actos y consecuencias. Bastaba con que uno de ellos hubiese sido honesto en su proceder, para que ello no maximizara nuestra miseria como nación.

Una vez más, la “dislexia” entre las palabras y las acciones que consuman los hechos, se mantiene.

EL 99.9% de los corruptos implicados en todo este episodio, seguirán intocables, disfrutando los millones de dólares conseguidos con la compra y manejo fraudulento de estos productos.

No olvidemos a las empresas en el extranjero que igual venden productos buenos, como malos; no les tiembla el pulso para vendernos productos descompuestos, bajo cualquier eufemismo legal internacional, con tal de ganar dinero.

El mercado de la miseria humana, siempre está a la orden.

Sin dolientes, no hay correctivo posible.