sábado, 9 de enero de 2010

La delincuencia no es el principal problema del país, como dice el ciudadano ministro del interior; es la corrupción.

(Quien vive en Venezuela, sabe de las declaraciones dadas por este funcionario gubernamental en estos días, en torno al tema de la delincuencia cada vez mayor en el país).

Necesario es volver sobre el tema.

De nada sirve lo que se haga en materia policial, si la corrupción no permite que esta funcione adecuadamente, y que los pocos delincuentes capturados de acuerdo al código penal vigente, sean procesados estrictamente, apegados únicamente a la ley.

Estamos no nadando, sino sumergidos, en el más descompuesto excremento que puedan imaginar.

Desde jueces y burócratas, pasando por policías y fiscales, hasta llegar a los recientemente graduados oficiales de policía y transito terrestre, todos están marcados por el denominador común de tener mucho más de un corrupto en sus filas, manchando el buen honor de los demás hombres y mujeres que aún luchan por la dignidad.

El daño, si habláramos de un paciente con cáncer, habría que calificarlo en términos médicos, sin duda, como de terminal.

El asunto, sin embargo, es que al hablar de una nación, y del colectivo que la forma, los canceres solo hacen sufrir, y como máximo transforman a la sociedad, hasta que ella misma pueda amputarse aquellas partes dañadas, -si me permiten la expresión-, para con ello, comenzar un doloroso proceso de recuperación

Aún no llegamos a ese punto; aún parecemos un perro con sarna, que sigue viviendo entre rascada y rascada, para mitigar ese picor horrible, enrojecido y costroso, que sin embargo, no logra verse a si mismo.

Si en algún procedimiento administrativo, no tienes que “colaborar”, “multarte”, “bajarte de la mula”, “dejar pa`los `frescos”, o “pelar los dientes y decir algo bonito para caerle bien”, sales del recinto, extrañado y preocupado, ¡como si algo no estuviera bien!

Entiendan mi punto de vista por favor: NADA, absolutamente NADA de lo que hagamos para combatir la delincuencia, la ineficiencia, o la desplanificación nacional, tendrá éxito, si no comenzamos por hacer el mea culpa necesario, y destruimos el germen de la corrupción, -es decir, la politización de todo, particularmente de la administración pública; la falta a las normas establecidas y el intercambio de favores, (muchas veces como única vía de lograr estabilidad laboral y seguridad social)-, castigando implacablemente a quien caiga en ella. Pareciera que no queremos aplicar esto, porque sabemos que algún familiar caerá en este proceso. ¿Significa que la corrupción está presente, de cualquier manera o forma, en cada familia venezolana en el país? ¿Somos un país corrupto hasta los huesos, o sólo tenemos una sarna incomodísima y dañina, pero curable?

Aunque no esté al alcance de nuestra comprensión como nación todavía, pareciera que tal vez hemos llegado a un punto donde la aplicación de la justicia, a través de las leyes y de nuestra alma escrita como nación, no podrá ser posible sin hacer algunos sacrificios, y sin otorgarle a un grupo implacablemente honesto de jueces, una inmunidad total, exceptuando cualquier hecho corrupto mismo, llegando incluso a ofrecerles asilo en otro país al final de su periodo de trabajo extraordinario, quizás de 2 o 4 años, para proteger a sus familias y sus propias vidas. Quizás la cadena perpetua deba ser aplicada, antes de que incluso, mas de uno comience a considerar en serio, la pena de muerte. Ojalá no lleguemos a considerar esa alternativa extrema. ¿O será que quizás el escenario de la muerte, a la que los venezolanos le tenemos terror, igual que al esfuerzo o al sacrificio, haga reflexionar a más de uno tentado por la corrupción, o por actos atroces?.

Afortunadamente, no hemos llegado a esos escenarios radicales, mas de finales de mundo que de naciones prosperas.

No es un problema exclusivo de Venezuela, pero es el único sitio donde nos tiene que interesar detenerla primero.

El principio del fin de esta sarna, comenzará cuando en cadena nacional, el ciudadano presidente de la república, declare a éste como a nuestro peor mal, y su erradicación o control extremo, sea la única opción. Tendríamos que prepararnos para múltiples convulsiones, y profundos dolores, como los que sufre aquel adicto que pasa por la desintoxicación. Será duro, pero es la única opción para despegar como nación. Nada nos hará evitar ese obstáculo; nada evitará que lo superemos.



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