lunes, 23 de mayo de 2022

En respuesta a la pregunta: “¿Es la nueva prosperidad en Venezuela, una ilusión suficientemente buena con la cual vivir?”

 

Bueno, ya se imaginarán que les diré que sea cual sea la “prosperidad” a la que nos podamos referir, en definitiva, el existir en una ilusión de país, no es vivir.

Es algo así como la noción de la felicidad: no hay manera de permanecer montado en ella permanentemente, como tampoco se puede estar eternamente en la cresta de una ola surfeando, o mantenerse en el breve clímax generado por el consumo de un alimento o una sustancia en particular.

Entonces, ¿Significa eso que no existe la tal “nueva prosperidad” en Venezuela?

La respuesta: No, no existe.

Siento con total convicción que antes de hablar de prosperidad, hay que hacer entre nosotros mismos una profunda introspección para así continuar la andadura de este particular camino existencial que atravesamos, y desnudarnos ante una fría verdad: estamos en un búnker emocional.

Ese “encierro” es lo que nos ha dado la “piel gruesacomo para existir y seguir por este laberinto existencial, aunque no sin consecuencias nefastas: con nuestro “progresivo repliegue defensivoal despojarnos voluntariamente de la condición de ciudadanos, se fue creando el espacio adecuado, a causa de la impunidad resultante, en donde los que menos exhibían escrúpulos entre nosotros (es decir, los políticos de oficio, los testaferros y los traders de la compra-venta de influencias), aprovechando nuestra docilidad e incoherencia, lograran la progresiva toma del control del Estado, arrojándonos a todos juntos hacia el presente estado existencial, jurídico y social que dio forma a esta Colonia Bolivariana de Venezuela del siglo XXI.

Lo sé; es duro reconocer que ese búnker emocional ha nacido de nuestro propio miedo; de ese miedo visceral y silenciosamente vergonzoso entre nosotros a la noción de un sacrificio que ya no veíamos que pudiera llevar a algo; ese mismo miedo patente entre aquellos que en primera instancia estaban llamados a liderar, pero que tras ser paridos por una sociedad inoperante, no fueron capaces de sobreponerse a ellos mismos.

Ahora, esa visceralidad que exhibíamos discretamente como individuos y sociedad, resulta imposible de ocultar cuando nos enfrentamos al hecho de haber perdido toda capacidad de creer que el esfuerzo de uno o de muchos (es decir, el sacrificio entendido como el dejar de hacer algo personal para dedicar el tiempo a hacer algo coordinado por el colectivo social del que somos parte), serviría para algo.

Por esa razón nos sentimos calladamente perdidos: no encontramos cómo pavimentar un camino claro y definido en los términos de la estabilidad nacional y la oportunidad personal que ansiamos para prosperar y vivir dignamente en términos de justicia, trabajo, educación y salud.

Entiendo que esta es otra manera de decir lo que ya he mencionado en el blog reiteradamente: que hemos perdido la capacidad de confiar en algo mas allá de nosotros mismos o de ese inmediato círculo de confort nuestro, resumido muchas veces al entorno familiar o grupal mediante la administración de alguna forma o proporción de poder, en la escala que sea que tenga este último.

Salir de esa zona es bastante difícil; muy a nuestro pesar, con el búnker emocional sólo creamos una “burbuja” que lejos de estallar a los ojos de todos, se refuerza y aglutina con millones de otras burbujas, haciendo de la sociedad una “espuma” enorme pero esencialmente vacía y sin estructura que soporte la más mínima fuerza venida desde exterior.

Y es que hay que aceptar que, tan complejo como lo es para un sólo individuo salir de sus propios miedos, lo es para una sociedad que resulta ser la suma de millones de esos miedos bajo una misma idiosincrasia o nacionalidad.

Miedos; de esos viscerales, paralizantes.

Piénsenlo: Viscerales han sido nuestras respuestas al dejarnos llevar desde el principio de la mano de personajes que tenían sobre sí el aura de la duda entorno a sus liderazgos de papel; Paralizantes han sido junto con las consecuencias, porque nuestros egos han encontrado en las consecuencias mismas de un mal liderazgo, el argumento para la paranoia colectiva y la renuncia a soportar sobre nuestros hombros un país completo y su bien más preciado: la libertad que siempre exigirá de nosotros, la vigilancia permanente.

Con todo esto hemos olvidado como sociedad, lo que también a nivel personal se aplica cuando el entusiasmo nos abandona: el ejercicio de la disciplina. A causa de ese olvido circunstancial, la vigilancia del estado de las cosas, de los signos vitales de nuestra sociedad, no resultaron nunca ser permanentes, y con ello la noción del mantenimiento de la libertad se disolvió, yéndose al traste la posibilidad de conservar una dirección nítida en el camino nacional, no ya en el contexto de una igualdad hacía la baja impuesta por pocos, sino de unas deseadas oportunidades igualitarias por la mayoría desde donde progresar congruentemente.

No lo olvidemos: no hay prosperidad que pueda ser medida ni avalada con honestidad en Venezuela, -ni tampoco liderazgo efectivo capaz de conducir a alguna prosperidad-, porque el miedo a perder cualquier esfuerzo y sacrificio que nos pudiera llevar a buen puerto nos inmoviliza, mientras que en consecuencia, el crecimiento descontrolado de la mentalidad colonial va predominando entre nosotros, atando de manos en un primer momento a los que pudieran emerger para liderar.

Un laberinto que parece construirse a sí mismo, y que requerimos demoler ya.


La libertad sólo se queda entre aquellos que luego de luchar por ella, la vigilan y cuidan.

La alternativa a la lucha, es sólo la servidumbre en naciones convertidas en colonias.

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