miércoles, 17 de marzo de 2010

Expropiando galpones: ruta correcta de trabajo, o la manera más simple de ignorar que las ciudades siguen creciendo descontroladamente.

Lancemos las preguntas de una vez:

¿Mejorará la condición de vida de los vecinos de esos galpones hipotéticos, si se destruyen y ponemos en su lugar a vivir allí, 500, 1000 o 1500 familias más?

¿Los servicios públicos, -siempre subdesarrollados y por detrás de las necesidades reales-, no se verán colapsados ante la nueva presión producto de la improvisación?

Bueno, creo que no es necesario recordar que antes de estar en plenos centros urbanos, las zonas industriales y sus mencionados galpones, -como en cualquier ciudad del país-, se encontraban inicialmente en la periferia de la ciudad, enmarcado ello en una incipiente planificación de las ciudades hace ya varias décadas, que vislumbraban una estructura comunal y urbanística organizada, hasta que precisamente, las invasiones, barrios y urbanizaciones nacidas caprichosamente y al margen de lo reglamentado, los hicieran –a las industrias y sus galpones-, estar en medio de todos nosotros. La génesis del problema hemos de buscarlo allí, en nuestras fallas al planificar, y en el desorden imperante.

Una absoluta anarquía, donde no existe castigo para el infractor, ni asesoramiento para el que lo necesita y lo busca.

En fin, esas son las preguntas frías que hay que responder.

Volviendo a las interrogantes, podríamos afirmar que si me dicen que no influye el expropiarlos (mecanismo que de por si ha resultado beneficioso en muchas oportunidades, y se debe reconocer), pues háganlo. Asáltenlos y tómenlos en nombre de esa patria desenfocada en la que corremos y nos tropezamos sin cesar.

Si por el contrario, me dicen que influyen negativamente esas tomas, pues entonces debo decir que, como de hecho, ni ustedes ni yo podremos hacer nada para detener esa y otras expropiaciones, si ellas resultaran contraproducentes (y por cierto, en lo particular me parecería poco relevante que una mega empresa como Polar, nacida de las oportunidades desgarradas a otros durante décadas, perdiera millones de dólares, si no fuera porque probablemente cientos de personas podrían perder sus empleos…), lo que nos queda es analizar las consecuencias de ello, y lo que se pudo haber hecho antes, o incluso lo que se puede hacer después, no necesariamente para devolverlos, sino para aprovecharlos con sensatez, luego del frío análisis necesario.

El mayor problema estriba actualmente en que primeramente, no siempre se expropia para mejorar la calidad de vida de un sector del colectivo: en realidad, se hace para distraer, para ocupar la mente de las personas siguiendo una “cartilla” mediática que busca mantener al colectivo, o a un sector de éste, masticando un caramelo, es decir, ocupado en lo que yo como estratega desee.

Luego, cuando se logra el propósito mediático y psicológico deseado, queda lo material, lo físico, o en otras palabras, usando el ejemplo presente, los galpones expropiados. (Aunque claro, pudiéramos hablar de una finca, una casa, o un negocio cualquiera.). La solución inicial como ejecutor de esa cartilla, que al mismo tiempo es la más básica de las soluciones, y la que da mayores dividendos políticos con menos inversión a futuro, es la construcción de viviendas. Los servicios públicos necesarios, como decíamos antes, no serán la limitante. El factor mediático es el relevante.

Ciertamente, el terreno de esos galpones, o las instalaciones mismas, una vez establecido que la permanencia de ellos es contraproducente para la ciudad, podrían muy bien utilizarse para crear centros culturales, plazas o parques para la población, o incluso, centros de apoyo comunitarios, estaciones de policía, bomberos o ambulatorios adscritos al sistema nacional de salud. Quizás también la guardería que tanto hacía falta, o el centro de divulgación científica que podría construirse para el beneficio de nuestros muchachos.

Pero no, eso no gana votos como el choque comunicacional, la demostración de autoridad indiscutible, la distracción psicológica, y la entrega de casas a muchos miembros del colectivo venezolano; individuos de ese mismo colectivo que, algunos de ellos a falta de buena orientación o familia en el pasado, terminaron procreando indiscriminadamente niños y niñas, y aun estando sin empleos o mayor educación, y con sólo alguna definición borrosa de lo que ser venezolano es, esperan que ese gobierno, o ese estado, en su también confusión de las funciones constitucionales a desempeñar, les diera cómo recompensa a esa falta de planificación familiar, a la no preparación y el desempleo, una esplendida casa.

No perdamos durante esta reflexión las perspectivas: esos individuos, venezolanos y extranjeros por igual habitando en nuestra tierra, no son necesariamente culpables; en su mayoría, son victimas justamente de la distorsión que comentábamos hace días. Son la consecuencia humana y social, de la incoherencia en la que vivimos. Hace ya una década, y después de tantos años de vivir a oscuras, alguien logró ver el mundo a través del fondo de una botella vieja y eso fue suficiente para elegirlo como presidente, pese a que, con esa limitada y distorsionada visión, hemos pretendido ahora construir una nación, ignorando toda sensatez histórica, y sobre todo, ignorando cualquier noción lógica sobre el hecho de que quizás, arrojando la botella, -que no al presidente-, y usando nuestros propios ojos desnudos, con la claridad que solo la fe en Dios, en la justicia y en la constitución, podríamos ver la verdad de nuestro entorno.

Los galpones de una mega empresa, y los actos involucrados en su confrontación mediática, son el ejemplo de lo que estamos haciendo con el país.

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