Hace unos días me di el permiso de viajar con mi familia a los Andes venezolanos; en un fugaz viaje, buscando disfrutar de la escasa nieve que podemos ver en la carretera trasandina ocasionalmente, llegué a aquellas hermosas cumbres y parajes por donde Simón Bolívar pasó en su gesta emancipadora hace casi 200 años.
Esas montañas hacen meditar; lo limpio del cielo, la claridad que la luz del sol a más de 4.000 metros de altura manifiesta, es intensa.
Sin embargo, intensa, desagradablemente intensa, fue la sensación que tuve mientras contemplaba todo aquel paisaje, donde el reino del silencio únicamente es alterado naturalmente por el viento frio, pero donde de golpe, todo fue interrumpido, y no por la lluvia, una granizada o una anhelada nevada. No; la interrupción vino de otro vehículo que se aproximó, estacionó, y con botella de licor en mano, hizo alarde de su equipo de sonido, con el ballenato colombiano correspondiente. ¿Se imaginan aquella música sonando en medio de tanto silencio, en la parte más alta de nuestro corazón patrio?
Allí donde Venezuela se encumbra, la venezolanidad se lanza de cabeza a su mayor abismo.
No podemos aspirar a que todo lugar en el país sea un altar a lo venezolano, pero, ¿Debemos permitir todo en nombre de la tolerancia mal entendida que a diario practicamos?
Yo creo que no.
El asunto no estriba en que fuera música colombiana, aunque ese es quizás nuestro lado más débil y peligroso de cara a nuestro futuro, dado la cantidad de ciudadanos colombianos viviendo en nuestro país, en los términos que lo hacen, como lo hemos mencionado en pasadas entradas. El problema al que nos enfrentamos, tiene su origen en esa desvenezolanización que no se detiene, pese a las rimbombantes expresiones que en muchos políticos, hemos escuchado en defensa de una nacionalidad que en manos de ellos, y con nuestro consentimiento, termina por sonar hueca y quebradiza, como cascaron vacio.
Estas cosas tienen que ver con esa falta de enseñanza en lo que a nuestra constitución se refiere. El “ABC” del ser venezolano, simplemente no lo estamos enseñando, y la historia mal conocida por quienes habitamos en esta tierra, no tarda en pasarnos factura.
No solo la efigie del Libertador debe estar en nuestra más alta montaña; no solo nuestra bandera debe ondear en los montes más elevados; también lo debe hacer nuestra identidad, nuestra venezolanidad, nuestro orgullo. La falta de estas cosas en el horizonte venezolano, es síntoma inequívoco de un vacio que puede resultar nefasto para nuestra república, y para aquello que queremos definir como sociedad venezolana.
Un presidente, por muy llanero que sea, termina siendo solo una anécdota en medio de un desierto donde antes hubo gloria, honor y dignidad. El camino se perdió hace mucho, y se hace urgente retomarlo y definirlo con claridad.
No puedo gritar con más fuerzas estas cosas, pero si puedo repetirlas mientras haya memoria en los servidores webs para recibir mis suplicas por la salud de la república. Venezuela aún pude ser salvada. Todos podemos salvar aún nuestro futuro.
Anhelo escuchar entre los susurros del viento andino, solo melodías de una patria rescatada. Espero por ustedes. No puedo hacerlo solo.
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